David Torres

Nadie sabe a ciencia cierta cuál será el siguiente ardid migratorio de este presidente, actualmente acorralado, para seguir manteniéndose en el poder. Siempre sale con algo nuevo con la esperanza de que se convierta en una cortina de humo y justificar de ese modo otros fines con la aplicación de sus políticas, sobre todo las que ha apuntalado desde el principio de su mandato para atacar a los inmigrantes.

Cuando no fueron las acusaciones contra los mexicanos (según él, “violadores”, “narcotraficantes”, “delincuentes”), fue el veto a musulmanes, o la cancelación del programa DACA, los bloqueos a DAPA, los ataques a ciudades santuario, la terminación del TPS y más recientemente la separación de familias al cruzar la frontera en busca de asilo, así como la persecución de indocumentados sin antecedentes penales, incluyendo redadas, detenciones y deportaciones.

Todo un récord para una maquinaria antiinmigrante que no deja de aterrorizar a vastas comunidades vulnerables y aviva cada vez más el rechazo racial entre su base. Así ha querido caracterizar su régimen, sin tomar en cuenta las consecuencias históricas que ya lo identifican como el peor de los mandatos en los anales de esta nación. Allá él y su forma personal de gobernar.

Pero expuesta ya la peor de sus caretas como manipulador de escenarios y aliados que ahora mismo se le están desbandando ante la proximidad de su autotrazado callejón sin salida ante la justicia, resulta que, comparados con sus actos, consigo mismo y con su equipo, los inmigrantes, al final, no éramos tan malos como nos había estereotipado ante su base de pies a cabeza.

Los avances de la investigación sobre la trama rusa y la posible colusión con ese gobierno tradicionalmente hostil para influir en las elecciones de 2016 que le dieron el triunfo a Trump (y hay que insistir siempre: solo en el Colegio Electoral, no en el voto popular) han exhibido el tipo de “colaboradores” con los que normalmente prefiere trabajar.

Por mencionar a los más citados recientemente, Paul Manafort, su exjefe de campaña, y Michael Cohen, su exabogado, han estado en capilla sin que el imaginario colectivo los deje de identificar con Trump como hilo conductor de lo que se les acusa. A Manafort, de ocho delitos, incluyendo fraude fiscal; y a Cohen también de otro tanto, entre los que se destaca el de violación de la ley electoral. Haber querido comprar el silencio de la actriz pornográfica Stormy Daniels con la que Trump intimó e incurrió en adulterio le está saliendo más caro, legal y políticamente, que si hubiera comprado en efectivo la mansión Play Boy.

Michael Flynn, su exasesor de Seguridad Nacional; Rick Gates, socio comercial de Manafort y asesor adjunto de la campaña de Trump, así como George Papadopoulos, su exasesor de política exterior, son los otros tres en desgracia que se han convertido en piedras en el zapato del actual inquilino de la Casa Blanca. Su yerno Jared Kushner; su hija Ivanka, y su hijo Donald Jr., por mencionar solo algunos, tan escondidos de los reflectores últimamente, serían otras tres piezas clave de todo este rompecabezas de la neocultura de la corrupción a la americana.

Trump se jactaba, por supuesto, de haber contratado a la “mejor gente” para gobernar este país. Solo que nunca aclaró “mejor” para hacer qué. Lo que han revelado los últimos acontecimientos es que eran los “mejores” para cometer esa clase de delitos, como si fueran parte en otros tiempos de una mafia subterránea que en algún momento accedería al poder. Pero todo les salió mal.

Mención aparte merece el Procurador General, Jeff Sessions, quien por primera vez muestra valor para contradecir al presidente al decir que “mientras yo sea fiscal general, las acciones del Departamento de Justicia no serán influenciadas incorrectamente por consideraciones políticas”.

En efecto, todos, en algún momento, van a cooperar hablando en su contra cuando se vean perdidos. Y será su “mejor” gente la que lo ponga en el camino que le corresponda.

Mientras tanto, si uno se fija bien en la forma como su retórica antiinmigrante penetró en amplios sectores de esta nación, concluirá que la cultura del doble estándar solo es compatible con una visión limitadísima del tipo de país que es Estados Unidos, cuya multiculturalidad y diversidad propias de las naciones construidas por inmigrantes lo han convertido, hasta el momento, en polo de atracción para millones de seres humanos que han aportado su grano de arena desde su fundación hasta nuestros días, independientemente de su origen. Incluyendo, por supuesto, a los ancestros de este presidente y a parte de su familia actual.

Todavía nos hace falta mucho a los inmigrantes por despojarnos de la “mala fama” que aumentó exponencialmente en lo que va del gobierno de Trump —y a decir verdad, hay algunos elementos que no hacen lo suficiente por superarla, como quienes cometen delitos a sabiendas del momento difícil que vive la comunidad inmigrante y su reputación—, pero dado que ahora mismo la “papa caliente” está en el lado del trumpismo, nos toca ser testigos del desplome lento pero evidente de un castillo de naipes que ha querido sustituir, desde el ejercicio de la maldad y la hipocresía, una nación cuyos firmes cimientos afianzados por múltiples generaciones de inmigrantes son ya inamovibles.

Tocará a los inmigrantes, entonces, seguir construyendo futuro, mientras la “mejor” gente de Trump continuará desfilando por el banquillo de los acusados, inevitablemente, más temprano que tarde.